lunes, 7 de mayo de 2018

"EL ÚLTIMO DIOS" REVISADO Y RECUPERADO 30 AÑOS DESPUÉS CON UNA NUEVA EDICIÓN EN "THEATRVM FUGIT"

Portada diseño de José Díaz Cardero a la nueva edición de "El último dios" de Juan García Larrondo incluida en el volumen "Theatrvm Fugit" (Editorial Dalya, 2017)
PRETEXTO (Prólogo del autor a la última edición) 
A veces hay lecturas que pueden marcar un antes y un después en la forma de entender una vida. Páginas, frases y palabras que se te adhieren al corazón y regresan a lo más profundo de tu memoria como si hubiesen encontrado el sitio exacto al que siempre pertenecieron o volvieran al lugar del que no se deberían jamás haber marchado. Imágenes y verbos que, aun siendo fruto de la imaginación y el talento de otros, redundan en nuestra voz interior con un acento familiar, casi propio, y te conectan con el acervo emocional e intelectual de un mundo que, de repente, reconoces y en el que, al fin, hallas asilo y alimento. En ocasiones, hay lecturas que son como espejos en donde lees y ves por primera vez el libro de tu alma: ese retrato de ti mismo que desde siempre hubieses deseado esbozar y describir. Hay lecturas que, para un escritor, suponen al mismo tiempo el alfa y el omega de su parábola creadora, su manantial y a la par su maldición: la causa, el porqué e, incluso, puede que su propia conclusión. Tuve la fortuna de comprobar y de sentir algo similar a este milagro del que escribo tras leer, con apenas veinte años, una de las mayores cimas literarias de este tiempo. Me refiero, naturalmente, a “Memorias de Adriano” de Marguerite Yourcenar.

Diseños de José Díaz Cardero a la nueva edición de "El último dios" de Juan García Larrondo incluida en el volumen "Theatrvm Fugit" (Editorial Dalya, 2017)
Reconozco que he perdido la cuenta de las veces que he leído ya ese libro, a mi juicio, maravilloso e insuperable. Ni soy ni seré el último en ser atrapado por la magnífica novela de Yourcenar ni es mi pretensión hacer aquí una loa sobre su altísimo valor literario, sobradamente reconocido por todos. Solo sé que cuando me perdí entre sus páginas por primera vez, ya, de alguna manera, sospechaba que lo hacía precisamente para encontrarme o, al menos, para hospedarme entre las evocaciones y las fantasías de un pasado que se me antojaba mucho más cercano al presente que por aquel entonces respiraba. De hecho, parte de mi adolescencia se quedó para siempre en ese espacio indeterminado donde, de vez en cuando, retorno de forma inevitable y, al mismo tiempo, otra parte de mí envejeció de manera prematura al tratar de huir de unas sombras que, en el fondo, me aterraban por ser tan semejantes a mí como contrarias. Necesitaba madurar a toda prisa y en todos los aspectos si quería lograr alguna vez escribir un libro “a la manera” del que había escrito “Marguerite”. Confieso que llegué a enamorarme de su autora (y de su obra) casi más que del protagonista de la novela: ese Adriano al que tanto he buscado o soñado después en museos de medio mundo, en interminables bibliografías, en otros rostros, en otros brazos o extendiendo a la oscuridad mis manos en el aire. Ya desde hacía tiempo, gracias a los manuales de Arte y de Historia, poseía una vaga idea de quién era aquel barbudo emperador cuyos bustos, delirios arquitectónicos y amoríos tanto me fascinaban. A esas alturas, mis preferencias personales e intelectuales empezaban a aclararse y llevaba practicando algunos años ya el oficio de escritor advenedizo. Pero el “Adriano” de Marguerite me desbordó, me desnudó, incluso creo que me dejó algo obsesionado de por vida. La redacción en primera persona de sus supuestas “memorias” me abrió las puertas de la Literatura en mayúsculas y, sobre todo, le dio alas a mi imaginación justo en el momento en que aprendía a alzar el vuelo. Iluminado e impaciente, quise entonces aunar en una sola todas mis querencias: mi pasión por escribir, mi pasión por el teatro, mi pasión por las civilizaciones antiguas y la pasión propia e inconsciente de un muchacho de mi edad, enamorado de causas imposibles y al que el amor ya le había sumergido el corazón en un río imaginario nada similar al Dios del Nilo…

Juan García Larrondo en Villa Adriana, Roma. 1989. Foto de Pepe Carretero.
Yo osé y escribí. El miedo a un texto pueril y vacío me acompañó siempre, desde luego, pero entonces no era totalmente consciente de mi demasía. Mis propios límites literarios me asustaban, por supuesto. Y lo intenté remediar con la máxima documentación que pude recabar y leer en la época sobre los hitos de Adriano. De esta forma tan temeraria concluí la primera versión de El último Dios a principios de un mes de noviembre de 1987.

Portada y solapa de la 1ª Edición de "El último Dios" de Juan García Larrondo publicada por la SGAE con motivo del II Premio Internacional Teatro Romano de Mérida 1989
Osé y me perdí en sus vidas y en sus obras, incluso hice “mías” frases que estaban ya magistralmente redactadas. La “identificación” fue tan orgánica, tan física, y mi atrevimiento tan impulsivo, que ni siquiera reparé en si estaba o no estaba haciendo lo correcto. Me sentía autorizado, como si formara parte de una “familia” y hubiera sido también testigo y protagonista de aquellas existencias tan “cercanas” a la mía. Obviamente, yo no era el único que había anhelado compartir tan hermosos ideales en sus sendas creadoras y, con el paso del tiempo, son muchas las “adaptaciones”, “inspiraciones” o “incursiones” que otros, al igual que yo, han creado o crearán a partir de su visión de estas “Memorias”. Y también, justo es reconocerlo, han sido frecuentes las ocasiones que he sentido una gran vergüenza personal y literaria por haber acometido semejante imprudencia. Para bien o para mal, así comencé mi andadura como dramaturgo y así nació “mi Adriano”, que no es del todo mío y que, sin embargo, lleva parte de mis genes: Partiendo del libro de Yourcenar, de muchas horas de estudio de las fuentes y otros autores y, por supuesto, de la recopilación de mi propia experiencia en la vida. Ser un poco Antinoo y un poco Adriano. Sentir hacia ellos y sus tiempos un amor tan ingenuo como intangible. Poder escribir lo que uno cree haber vivido y, sin embargo, no poder justificarlo. De todo extraer hasta el último aliento, hasta el último vestigio de divinidad. Ser un poco Marguerite, un poco Sabina, un poco héroe y también cobarde. Ser a veces como un Dios: “si cabe, más que Dios”.

Fotomontaje imposible de Larrondo posando junto a Yourcenar durante una visita a la isla de Maine que jamás se produjo.
Recuerdo mi deseo, al acabar el primer texto más o menos definitivo, de traducir el original y enviárselo a Marguerite a su particular isla de Aquiles, en el estado norteamericano de Maine. ¿Debía atreverme? ¿Podría permitirme encima semejante desfachatez? ¿Qué remedio me quedaba? Estaba enamorado y no hay nada más poderoso y arrogante que un corazón joven, ávido de amor, que necesita la confirmación y la aprobación del ser amado. Necesitaba una palabra suya... y después lo habría aceptado todo: su indignación o su condescendencia, su risa, su comprensión o finalmente su silencio. ¿Quién era yo? Estaba dispuesto, incluso, a enterrarlo para siempre si ése hubiese sido su deseo. Pero como algo casi perverso, tuve noticia días después de su muerte. Marguerite había muerto. No pude acordarme de los lugares “comunes” tantas veces escuchados, sin embargo los imaginé. Sí, se muere a cualquier edad, pero no así, no en ese momento. Había empleado la palabra agonía. ¡Iluso! La palabra duelo. ¿Cómo atreverme? La palabra pérdida. ¡Qué absurdo! Marguerite había muerto.

Marguerite Yourcenar
Me sentí solo, hundido. A veces en la orilla de un río, idénticamente muerto, y otras, llorando en el puente de un barco que navegaba por el Nilo hacia un estigio mar. El último Dios estaba escrito pero, para mí, ya no tenía ningún sentido. Ya nunca pertenecería a su familia. Marguerite había muerto.

Marguerite Yourcenar ante un colosal busto de Antinoo
Años después –probablemente siempre– vuelvo a encontrar a ese emperador enfermo y, una vez más, lo hago para comprobar que aquella pasión “nuestra” continúa siendo inextinguible y desproporcionada. Vuelvo a releer las “Memorias”... Retorno a trabajar sobre ellas e, incluso, a olvidarlas; insisto en descender a los mismos infiernos y en elevarme a inalcanzables olimpos. Nuevas lecturas, traducciones, hipótesis... Novedosas perspectivas, caligrafías o palabras para volver a decir lo mismo y cometer idénticos errores. No se puede intentar embellecer lo que es, a mi juicio, de la más absoluta belleza. Ninguna de las frases que escribí en la primera versión de esta obra o en las de esta última son dignas de añadirse a las que ya están perfectamente ubicadas en su lugar correcto en el texto de Yourcenar, que jamás fue mi intención "adaptar" ni en su todo ni en ninguna de sus partes. Así que me he vuelto a lanzar al vacío, me he desprendido más que nunca de su novela y creo que, al final, “mi Adriano” ha acabado siendo una ucronía diferente, una obra escindida a la par que respetuosamente emparentada, con entidad propia y compatible con cualquier otra pues, en el fondo, todas son invenciones -tan reales como inverosímiles- de unos creadores que estamos a miles de años de los acontecimientos verdaderos y que escribimos en tiempos mucho más innobles. Pido disculpas a sus manes y a la Historia. Y lo hago en el nombre del amor: de ese amor que solo yo imagino compartir en mi cabeza y que confío otros sigan cultivando también en sus memorias.

Juan García Larrondo en una de las últimas visitas a Villa Adriana, en 2007. Fotografía de José Díaz Cardero.
Por todo ello, a estas alturas, ya más próximo en edad al anciano emperador que al joven prematuramente divinizado, me conformaría tan solo con poder considerarme un miembro más de esa “Gens Elia” que, a través de generaciones, aún pervive entre nosotros y a la que, sin más excusas, aporto este texto y mi pulsión para que trascienda a quien interese o para que permanezca en el olvido. Es curioso, pero mucho -casi todo lo que aprendí y me mostró la vida a los veinte años- sigue estando aquí varias décadas más tarde. Algunos de los seres o de las vivencias que me han hecho así, incluso hasta hoy, son los susurros que gritan en las entrelíneas de El último Dios, una obra que, creo, jamás dejaré de escribir y de arrepentirme de haber escrito. Asumo el vacío y el silencio. Esta última versión corresponde a otra Era mucho más lejana de la inmortalidad y de aquel “saeculum aureum”. Aquí queda, para bien o para mal, una reescritura más. Supongo que la penúltima, pues serán el lector o el espectador del porvenir quienes tengan siempre en su propio dios la última palabra. 

El Puerto, Otoño de 2016.

El autor frente a sí mismo, en 1987, fecha en que escribió "El último Dios" y, a la izquierda, casi tres décadas después. ¡Tempus Fugit!
"Theatrvm Fugit" de Juan García Larrondo. Disponible en http://theatrvm-fugit.edalya.com/
 MÁS INFORMACIÓN:

http://www.juangarcialarrondo.com/loqueestaenlosescritos/teatro/elultimodios/ 
http://buscautores.aat.es/obra/el-ultimo-dios-2/