martes, 27 de diciembre de 2011

CAMUS Y LARRONDO EN CÁDIZ: UN LUGAR COMÚN PARA UN REENCUENTRO NECESARIO



El escritor gaditano ha sido el encargado de realizar la dramaturgia de “El estado de sitio”, una de las obras teatrales más singulares del Premio Nobel francés Albert Camus, cuyo estreno llegará el próximo 10 de enero al Gran Teatro Falla de Cádiz de la mano del CAT como uno de los espectáculos más emblemáticos del programa de eventos culturales relacionados con el Bicentenario de “La Pepa”. “El estado de sitio” es una de las producciones más ambiciosas para la presente temporada del Centro Andaluz de Teatro y, para su puesta en escena, ha contado con la colaboración del propio Consorcio para la Conmemoración del II Centenario de la Constitución de 1812 y del Servicio de Cooperación y Acción Cultural de la Embajada de Francia en España. La obra está dirigida por José Luís Castro, director durante años del “Teatro de la Maestranza” y del “Lope de Vega” y la música corre a cargo del compositor Antonio Meliveo, responsable, entre otras, de la banda sonora de películas como “El camino de los ingleses” o “Los muertos no se tocan, nene”. Tras su estreno absoluto en Cádiz, la obra podrá verse durante este mismo mes en El Puerto de Santa María y en el Teatro Central de Sevilla, desde donde iniciará una gira por el resto de las capitales andaluzas.





Fotomontaje imposible de un sueño que mantuvo Larrondo con Camus durante los meses que estuvo trabajando en la dramaturgia de "El estado de sitio"



UN LUGAR COMÚN

A estas alturas me resisto a pensar que sea mera coincidencia. Hay algo premeditado, algo providencial en este encuentro literario con Camus. Quizás este cruce de caminos sea mi particular justa poética debida hacia el genial escritor y filósofo francés, cuyos textos teatrales tanto me impactaron y enseñaron desde los inicios de mi trayectoria como dramaturgo. De hecho, su influencia fue más allá de lo meramente literario o de lo intelectual -he de confesarlo- y, muchos diálogos de algunas de sus obras emblemáticas como “Calígula”, “Los justos” o incluso “El estado de sitio”, verbigracia, fueron lecciones magistrales para la creación de mis primeros dramas. Por ello este reencuentro con Camus no puede ser una simple coincidencia.
Curiosamente, el año que viene se cumple el centenario de su nacimiento. Albert Camus murió demasiado pronto, a la misma edad que ahora tengo yo. Sin embargo, nos dejó una obra prolífica como novelista, dramaturgo y ensayista. Un legado rico, innovador, bello y comprometido con el derecho de los hombres a sentirse libres; tan denso y tan importante que le hizo merecedor del Premio Nobel en 1957 y que, seguramente, habría dado mucho más de sí de no haber acabado su vida y su creación de una forma tan “absurda” y tan precipitada. “El estado de sitio”, escrita y estrenada por primera vez en 1948 es, sin duda, una de sus cimas literarias. En ella, según sus propias palabras, quiso imaginar y hacer inteligible el mito de la Peste para los espectadores de su época. Y eso es precisamente lo que nosotros también hemos intentado: con pulcritud, con humildad y con pudor pero también con libertad. Camus quiso alejar su obra de la estructura teatral tradicional y concibió el espectáculo –junto a su amigo Barrault- con la ambición de mezclar en él todas las formas de expresión dramática hasta entonces conocidas: monólogos líricos, la pantomima, los diálogos, la farsa o el coro al modo de las tragedias griegas. Mi aportación a la recreación actual ha pretendido respetar al máximo esos anhelos, especialmente en el aspecto literario. Por eso, ante tamaña responsabilidad, he dejado a las palabras de Camus aparearse con las mías hasta crear un estilo, un acento, un ritmo y un acompasamiento que encajara en una melodía antigua a la par que nueva y comprensible para los oídos de nuestra época. En cierta forma, ha sido como devolverle la poética que él mismo me reveló cuando leí el texto por primera vez con apenas 20 años, “un baile pendiente”, si me permiten la expresión. Al final, espero haber pasado desapercibido y haber logrado estar a la altura de su voz, de su mensaje y de su obra.
En cualquier caso, al margen de la osadía, de los fallos o de los aciertos y de las coincidencias o las diferencias literarias o espirituales, semejante prodigio no habría podido darse sin la existencia de un acervo compartido y de un lugar común. Un lugar mítico pero también necesariamente físico: Cádiz. No es azaroso que Camus eligiera esta ciudad-estado atemporal, atávica, casi épica, para ubicar su drama dentro de sus terribles fortalezas. Cádiz: tantas veces sitiada, asediada, muerta y resucitada hasta ser más eterna que la misma Roma. Tantas veces víctima de su propia “condición” de isla vulnerable a las pandemias de todas las épocas y de todos los océanos… Es obvio que Camus escogió Cádiz de manera deliberada. Su vinculación afectiva con España, su repulsa a la tiranía franquista y sus conocimientos sobre nuestra literatura no son factores ajenos a esta decisión tan “escenográfica”. Camus, hombre mediterráneo al fin y al cabo, conoce que el mar es permeable, que es puerta de llegada y término de numerosos viajes. Y sabe que Cádiz, por su particularidad geográfica, se convierte en escenario idóneo para el peor de los asedios: la isla se transforma en cárcel sitiada por la Peste y, de este modo, en el hábitat apropiado para que sus miasmas se propaguen y causen un dramático desenlace entre sus habitantes.
Los gaditanos conocemos sobradamente esa sensación. Nacemos y crecemos con el mar siempre rodeándonos, respirando sus vientos, conviviendo con él en armonía la mayoría de las veces y temiéndole también en otras desde tiempos inmemoriales. Después de todo, la vida y la muerte nos llegan siempre a través de él y sabemos lo que significa sobrevivir asidos a tierra firme por un fino hilo de arena que la Parca puede cortar cualquier noche de arrebato tempestuoso. Quizás por eso valoramos tanto la libertad y quizás por eso hubo un momento, hace doscientos años, que padecimos el espejismo de convertirnos en farallón para resistir ante quienes pretendían arrebatárnosla.


Probablemente por toda esa conjunción de coordenadas geográficas y románticas, Camus decidió que Cádiz era el lugar perfecto para poner en sitio las libertades esenciales de los hombres y probar hasta dónde es capaz el ser humano de llegar con sus miserias o con sus proezas, sin ningún Dios ni otro gobierno más que el hálito de la Peste y el totalitarismo de la muerte. Y para enfrentarse a tan definitiva adversidad creó el autor a Diego, protagonista y héroe que, a la manera de las tragedias clásicas, inspirado por el amor a sus semejantes y a la libertad, sacrificará su vida para salvar la ciudad y, con ella, la alegoría de una humanidad que, la mayoría de las ocasiones, sobrevive constreñida, atenazada, deliberadamente condenada a competir consigo misma hasta extinguirse. En “El estado de sitio”, los hombres, encerrados, aterrados y convertidos en esclavos, dejan brotar el lado más mezquino de sus corazones, pero también el más noble. Esa es precisamente la grandeza y la esperanza que Camus defiende, el hombre en el que él cree, que tiene la obligación moral de derrotar a sus peores miedos para ser libre y medrar luego como especie. El propio Camus fue testigo de una época plagada de atroces enfrentamientos. Él mismo, como anarquista convencido, se enfrentó a todas las ideologías que alejaban al hombre de lo humano y mantuvo una actitud rebelde incluso ante el existencialismo. Por ello su obra es tremendamente visionaria. De hecho, en estos tiempos que nos han tocado vivir, el miedo aún sigue siendo el peor enemigo de los hombres. No hay mayor esclavitud que la de sobrevivir asfixiado entre el terror intrínseco a existir y el terror que nos infligimos a nosotros mismos. Las epidemias ahora se propagan de formas diferentes, se procesan y transmiten a velocidades cibernéticas o a través de esporas digitales, mutan y nos anestesian o controlan de formas variopintas. Hemos alcanzado grandes libertades, pero nunca antes hemos sido tan vulnerables, tan manejables, tan temerosos a reconocer lo mucho que nos necesitamos los unos a los otros para seguir viviendo. Ciertamente, el argumento de “El estado de sitio” no ha perdido vigencia. La Peste ya no llega, como Caronte, en una siniestra barcaza que arriba a nuestras costas. Hoy todo es mucho más sutil. De ahí el aviso a navegantes del autor francés: sus bacilos jamás mueren ni desaparecen. Permanecen ahí, adormecidos, esperando el día y la ocasión de mandar a sus ratas a cualquiera de nuestras ciudades para ponerles sitio. Por eso los diálogos de Camus siguen siendo paradójicamente tan actuales. Yo me he impregnado de ellos, me he revestido con su mensaje de valentía y me he posicionado a la sombra de su genio y de su latitud. Solo soy un soldado más de este gran proyecto en el que tantos y tan buenos profesionales participan, un ciudadano de un lugar común asomado al escenario de un Cádiz universal y utópico que es una metáfora de nuestro mundo, constantemente en sitio. Añado mi pulsión, una emoción compartida y solo me hago eco de las palabras que ya Camus nos dejó perfectamente escritas y que, en definitiva, son las únicas que importan y merecen quedar en nuestra memoria colectiva.